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Cultiva Cultura o “la posibilidad del amor”

Hace unos meses, cuando tuvimos que hacer una memoria del trayecto recorrido de Cultiva Cultura en más de diez años, en un diálogo con una de sus gestoras (Andrea) nos decía que su semilla era “la posibilidad del amor”. Muchos días me quedé con esas palabras en la cabeza y cada que regresaba al Parque Urbitante, a encontrarme con mis compañerxs, los niños y las niñas, me preguntaba ¿por qué la posibilidad del amor? ¿cómo es posible aquí el amor?

 

Siempre que llego a la comunativa, atravesando desde mi casa algunos barrios, cruzando el centro y entrando en la comuna, me voy encontrando con ese mundo de contrastes: dinámicas populares, puestos de arepas, las casas grandes de la vieja ciudad de colonización antioqueña de una lado, del otro, escombros, basura, recicle, policía, más escombros, el edificio de la escuela caída, mujeres y hombres habitantes de calle, el horizonte de escombros a lado y lado, manzanas completas, la avenida baldía, y del otro lado, una tabla que dice “territorio de paz”, maíces, huerta, tabacos, el cierre de guadua: llegue. Una comunidad que ha sufrido un desplazamiento y despojo por 13 años consecutivos, sin respuesta, sin tregua, sin su consentimiento, sin vergüenza ¿tiene la posibilidad del amor?

 

La mayoría de los niños y niñas con los que nos encontramos tienen menos de 13 años, nacieron en este paisaje herido o llegaron a él desde otros territorios igualmente golpeados: Venezuela, Buenaventura, etcétera. No tuvieron la posibilidad de vivir en la comuna de antes, con los barrios junticos, con el tejido social que le daban más de 150 años de lazos comunales, porque aquí nació la ciudad, aquí está su semilla. Ni mucho menos la San José de hace 170 años, con su mercado poderoso por el que circulaba toda una región de arrieros y chapoleras. Les tocó esta vida, precaria, agresiva, rota, abandonada. Desde siempre, no han conocido otra cosa.

 

Hablamos entre nosotros, compañeros, niños y niñas, que el cuerpo es nuestro territorio. Y nos lo decimos seriamente, creemos en ello. ¿Si el territorio está así roto, cómo está nuestro cuerpo? ¿Si el cuerpo está herido y lastimado, cómo está nuestro territorio? De las cosas más difíciles de estar en esta complicidad con los niñxs es enterarnos de sus dolores. Accidentes, atropellos, agresiones. Y más difícil, aún, desconocer las respuestas institucionales arbitrarias, a cada rato volver a escuchar, se llevaron otro niño, y otro, y otra. Todo ese tejido que somos entre cuerpos y territorios, que se comparte sus dolores, se escucha y se acompaña lo más que puede ¿será eso el amor?.

 

Escucho a mi compañera (Daniela) decir: “Si no es para acariciarse, mejor no se toquen”. Y claro me sonrió, porque los niñxs se buscan juego brusco, empiezan jugando y terminan peleando, se empujan solo por llamar la atención, o hacerse ver, o sacarse algún enojo, o por cosas que no entiendo, aunque intuyo. Y la sonrisa es porque ellxs no saben que responderle, los desarma. Los veo pelearse por cuidar una planta, o agredirse porque algunx (nuevo seguramente) ha arrancado una hoja o una flor o un fruto de la huerta, del parque, y eso si que no se puede, cuando se ha sembrado, se ha cuidado y visto crecer, la vida tiene otro valor: todxs las vidas. Y entonces hablamos del respeto como de la caricia, para nosotros y para la vida que crece de la siembra ¿será ese el amor posible?.  

 

Otros días me empeño en conversar, por difícil que sea, porque como la escuela formal no conversa, los niñxs no están familiarizados, y volvemos sobre la palabra, y tratamos de mantener el círculo y llamamos a la escucha. Al fin nos entregamos y dejamos que pasen las cosas y nos escuchamos en el caos. Entre gritos y cantos y juegos. Surgen las conversaciones, unas corticas si, otras largas, y uno se entera de cosas, porque hizo la pregunta correcta en el momento correcto, como una luz que entrará por una ventana, preciso allí donde está la planta para alimentarse. Como un accidente causal. Ese día escuché, y no fue allí cuando yo quería, o cuando debía ser, o cuando estaba preparado. Fue en algún momento entrando y saliendo del salón, o yendo del Apu a la huerta. Y todo se convirtió en un pretexto, la música o la foto, o la planta, o la siembra, o el círculo. Un pretexto para escucharnos. Un pretexto para encontrarnos largamente, recurrentemente, íntimamente y en confianza escucharnos. Y liberar allí algo. Como el aire que sale por la ventana (la misma) de una habitación cerrada cuando la abrimos después de largo tiempo, y por allí entra un nuevo aire y nos refresca, y nos renueva la respiración, nos limpia. ¿tendrá amor ese aire?

 

Cuando pienso en  Cultiva Cultura como un proceso de educación popular ambiental, como artes vivas que se expanden y entrecruzan, como los maíces y el frijol. Se que al final es solo un nombre para intentar entre todxs el amor, como dijo Andrea. Un amor posible que sane el cuerpo herido, que reteja los lazos rotos. Un amor que se imagina otro y se resiste al monopolio imaginario del despojo. Quiere ser planta en la grieta de cemento, quiere subir por la memoria de su origen y volver a tener una vida comunitaria floreciente. Un amor que se duele junto y se abraza en el llanto. Un amor acaricia. Un amor escucha. Un amor conversación. Un amor que se comparte. Un amor que se siembra y se cosecha de aquella semilla.  

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